Las idas y las vueltas estaban presentes cuando Pepe Marchena creó la colombiana en el primer tercio del siglo pasado. Mucho antes de que él lo hiciera, con los ritmos viajando a vela entre una orilla y otra del océano Atlántico, y también mucho después: en los 50, en los 80, hoy mismo.
Cuando un artista viaja y versiona, cuando roba, reinterpreta y entre barcos, aviones y maletas las melodías se encuentran para nutrirse con la naturalidad que sube y baja la marea.
La historia del cajón en el flamenco no es un ejemplo de ello, sino el caso más cristalino a la hora de hablar de estas mezclas que tanto nos gusta mencionar, pero que no todas llegan a buen puerto con tantos adeptos esperando junto a los norays.
Tan apropiada fue la incorporación del cajón en el flamenco que le bastó una década para hacerse omnipresente. Tiene el cajón un origen remoto y apenas cuatro décadas de existencia en el género jondo, sin embargo, instalado ya en estas lindes, con familia y todo en regla, parece que siempre ha estado.
Esta hazaña, cómo no, tiene varios protagonistas. El primero es el guitarrista Paco de Lucía, que en 1977 andaba girando por Latinoamérica cuando escuchó por primera vez este instrumento. Fue en una fiesta que organizó el embajador español en Perú. Rubem Dantas, miembro de ese incipiente sexteto con el que tocaría una cima artística, y segundo implicado en esta empresa, se encargaba de la percusión. Lo rítmico, con el grupo Dolores a un lado, muchas rumbas que reclamaba un público deleitado con ‘Entre dos aguas’ y numerosos bongos, congas y baterías de por medio, tenía una importancia esencial en su propuesta.
Gracias a Paco de Lucía y Rubem Dantas se incorporó al flamenco entre los años 70 y 80. Su uso se ha extendido tanto que algunos creen que es un instrumento propio de este género musical y que ha estado, por así decirlo, toda la vida.
Al escuchar los dos golpes del cajón, agudo y grave, el de Algeciras entendió a la perfección dos aspectos. El primero, su contundencia, que no daba tonos como sí lo hacía la percusión con pieles y que se asemejaba en el sonido a la planta y el tacón de los bailaores. El segundo, sus reducidas dimensiones.
Esa caja en la que sentarse a percutir la madera por bulerías podría calar sin dificultad en «las casas de los gitanos», según expresó entonces. Era pequeño, fácil de guardar y transportar, de un precio ajustado. A través de los álbumes ‘Solo quiero caminar’ (1981) y ‘Como el agua’ (1981), este de Camarón de la Isla, todo estalló por los aires. Los ídolos del momento lo habían metido en el estudio y los escenarios. Y todos, con muy escasas excepciones, pasarían por ahí.
Así concluyó el gran bautizo de un instrumento viejo que se empleó para hacer una música nueva.
Origen del cajón flamenco: símbolo de lucha
Fueron los esclavos de etnia africana los que lo introdujeron en América en el siglo XIX: símbolo de lucha y resistencia, pues si la Iglesia católica prohibía aquellos tambores paganos que traían, a ellos las cajas donde transportar mercancías les parecía un elemento adecuado para no terminar a destiempo la fiesta.
En la cultura africana más ancestral, la música y el ritmo son el centro. Y en 2001, como meta de este movimiento espontáneo que se fue de las manos al popularizarse en este y otros países próximos, fue declarado Patrimonio Cultural de la Nación en Perú, una forma de reclamar su autoría.
En esta síntesis, no ahondamos en las profundas modificaciones que ha sufrido en su construcción a lo largo de los siglos y que sigue sufriendo hoy día, cuando empiezan a difundirse instrumentos como el bongo-cajón que a veces toca Chicharito, un palmero recurrente.
Desde los años 80, el llamado Nuevo Flamenco y el jazz contemporáneo lo han utilizado de forma habitual. Pero su periplo no quedó ahí: también el flamenco más tradicional hizo acopio de ese instrumento de percusión que podía dictar con profusión el compás en los tablaos en Madrid y, por consecuencia, en todos los del planeta. Es decir, durante los 90, lo utilizaban Ketama y Barbería del Sur, pero también Juanito Villar en discos y recitales.
Cualquiera, en el fondo, pero en los tablaos, entró como un elemento más. El baile lo tomó prestado y se lo quedó. Como el folclore andaluz y los grupos de sevillanas y rumbas, que tampoco lo han abandonado. El cajón se llevó a las ferias y romerías, a los teatros y festivales, muy a la contra de quienes lo consideraron una simple moda. Salieron músicos con nombre propio: Antonio Carmona, Paquito González, Agustín Diassera, Chaboli, Bandolero… Al árbol de Rumben Dantas le crecieron los hijos por las rastas y consiguió una proeza insólita en la historia de este género: trascender en una suerte de contrarreloj de forma única.
A diferencia de otras incorporaciones que se han producido, como la del piano o los vientos, el cajón es el único instrumento que, por sí solo, podría identificarse directamente con el flamenco. Es decir, como la palma, cuando un artista del pop, rock o cualquier otro género musical recurre a él como un mero recurso estético, nos evoca directamente al flamenco.
Esto es por la rítmica que se emplea y porque existe una correlación entre su sonido y el de un puñado de composiciones, cantes y canciones emblemáticas en las que tiene notoriedad. Esta es la historia de una ida y vuelta sin retorno. Con un par de visionarios en el origen, realidades y leyendas de esclavos. Sin quererlo, hicieron una aportación esencial al cascarón en que se envuelve Pepe de Lucía al cantar una letra que improvisó viendo cómo la lluvia corría en el cristal y él solo quería caminar. Y como lo hace el río hacia la mar y corren las gotas por el vidrio, los aviones conectan las ciudades.
Qué hubiese sucedido si Paco de Lucía no hubiese tomado ese vuelo en aquel aeropuerto, muy lejos ya de lo que conocemos en estos renglones. Quizá el cajón sería un objeto en el que guardar y no el poliedro de abedul que más ha viajado por el globo.